¿Hay alguna necesidad de ser sincero? ¿Decir lo que se piensa equivale a sentarse a devorar un plato de alta cocina? ¿Ejercer la propia opinión merece tanta urgencia como una sesión de sexo bravo, en una cama de aire? Según el reduccionismo de mis adversarios, que están leyendo este texto para seguir aumentando el odio perfectamente gratuito que me tienen y actuar en consecuencia, la necesidad de ser sincero, de decir lo que se piensa, de ejercer la opinión propia a cualquier precio, no es una necesidad de primer orden para la persona íntegra, que no acepta ser mutilada de sus reclamos ni de sus funciones, sino un truco de sus enemigos —quiero decir de los enemigos de ellos, porque yo no acepto ser enemigo de nadie—, cuyo objetivo es quebrar la unidad monolítica de la ausencia de libertad de expresión, la perfecta coherencia del disparate que les permite controlar la mente y por lo tanto la vida de sus incapaces súbditos. Es una previsión correcta, pues todo súbdito es un incapaz —hasta que deja de serlo, para lo que puede ser utilísimo escuchar lo que un ciudadano cualquiera dice, y más si el ciudadano no es cualquiera y está moralmente cualificado. Martí nos dijo que un hombre que no dice lo que piensa no es un hombre honrado. Pero ¿hay alguna necesidad de ser honrado?
Contrariamente a lo que piensan los arregladores del mundo, el ser humano y la sociedad han sido diseñados con genio. La necesidad personal de ser honesto coincide al mismo tiempo con la necesidad social. La sociedad se defiende de sus desordenadores creando personas en las que la necesidad de decir lo que se piensa se convierte en un imperativo del que no puedan escapar, aun cuando los riesgos de cumplir con el imperativo sean verdaderamente abrumadores. El mérito y la utilidad de decir lo que se piensa puede venir mezclado con la vanidad, las ambiciones o la irresponsabilidad, pero eso no altera ni la utilidad ni el mérito, que son tan objetivos como una lección de geometría. Una sociedad inteligente sabrá siempre discernir el trigo de la paja, pero nunca habrá una inteligencia social suprimiendo a la persona que dice lo que piensa. Una sociedad que convierte a la persona honesta en una excepción peligrosísima se condena a una estupidez creciente, hasta el punto de que sus líderes no llegan ni a sospechar lo estúpidos que son y la completa irrealidad de lo que pregonan. En cuanto a los súbditos, que a veces son honestos en la cama o en el baño, los contemplan medrosos, pero nunca del todo indiferentes. Están esperando el momento para deshacerse de esa deshonestidad que los condena a vivir como mueren: con la garganta apretada.
Lo que los enemigos de la sinceridad social no pueden entender es que la práctica de esa sinceridad, siendo tan peligrosa, es al mismo tiempo recreativa. La persona se siente feliz, incluso grande, siendo sincera. No importa que nadie le escuche. Que todos oyen cuando nadie escucha, dijo Martí. No importa que se quede solo con su verdad: Va con la eternidad el que va solo. Como ustedes son razonablemente ateos no les voy a decir, ni siquiera hoy, mi verdad: que la sinceridad expresa la unidad del alma creada por Dios, en la que alienta el diseño y la voluntad del Omnipotente. No es de extrañar que el más poderoso de los cubanos se definiera a sí mismo como un hombre sincero. La persona sincera ha sido diseñada para ser especialmente sincera y en su función de sinceridad se manifiesta la voluntad del Creador. El Verbo es Acción. De ahí que los déspotas jamás puedan aceptar que la sinceridad es una necesidad personal demandante: saben que el Verbo se vuelve Acción. Inevitable y gloriosamente. La desgracia es que no se vuelva acción a tiempo. Sin embargo, al margen de los riesgos de la utilidad de la palabra, la persona sincera es feliz. Y eso explica por qué y cómo desafía los riesgos. Y puede llegar a consentir esos riesgos, hasta el de la pérdida de la vida, como un factor recreativo más de su sinceridad irreprimible.
La persona que dice lo que piensa responsablemente, que es la que estamos defendiendo aquí, no tiene nada que ver con la charlatanería de esquina o de beodos de taberna, que los déspotas identifican de inmediato con la libertad de expresión, a fin de descaracterizarla y negarla. Esa variante débil y confusa de la sinceridad social no debe ser reprimida tampoco, y permite averiguar cuánto sufre la sociedad con sus propios extravíos. En la actualidad las redes sociales están repletas de ese tipo de expresión, que espanta a cualquier persona decente. Pero es lo que tenemos. Y tenemos que saber qué es lo que tenemos, si es que queremos algo mejor. Las realidades de la libertad incluyen, desgraciada y lúcidamente, la realidad del libertinaje. Digo lúcidamente, porque no hay libertinaje mayor que el de quien se atreve a reprimir la libertad ajena. El libertino de expresión por incapacidad moral e intelectual hace muy poco daño —a menos que se trate de un hombre de poder, en cuyo caso se vuelve plaga—, y el mayor de ellos es el que se hace a sí mismo. Pero eso sí, la sumatoria de libertinos ocasiona hoy en día un daño enorme, que consiste en no dejar oír, o leer, la opinión de las personas responsables y honestas, que son honestas porque son responsables. Este mismo blog va a ser nulificado por la ingente cantidad de literatura libertina, sucia, enemiga de la libertad, que inunda las redes. Pero esa perspectiva demoledora no va a impedirme escribirlo. Hay amigos que lo están esperando. Lo que yo escriba en este blog no va a cambiar el mundo, pero va a ayudar a mis amigos. Y de esa manera, estoy ayudando a cambiarlo.
Se me dirá que me he convertido en un periodista agredido, lo que significa que ya tengo una función real. ¿Para qué un blog? Jorge Mañach decía que él escribía con la derecha en el Diario de la Marina, y con la izquierda en Bohemia. Cuánto disfrutaría hoy el equilibrado Jorge —equilibrio de la verdad y de la justicia, y no del interés pragmático o el fraude—, con esta posibilidad de escribir lo que se piensa en libertad, al margen, o en contra, de la orientación siempre respetable de los dueños de este u otro medio de comunicación. No hay medio que pueda con la necesidad personal de decir lo que se alberga in pectore. Hay demasiados intereses que pueden y tienen que ser perturbados por mi sinceridad. Y ni hablar de la incapacidad para entender el pensamiento y la personalidad ajenos, que va en aumento en una época de soldados ideológicos perfectamente uniformes en la estolidez de sus mentiras. Me atacarán desde la Marina y desde Bohemia y desde el G-2. Nunca contestaré. No me propongo colaborar con el incremento del odio en el mundo, sino a defender el Jueves, donde Alguien nos iluminó al precio de la vida.
Voy a ser feliz diciendo lo que pienso, responsablemente, y complaciendo a mis amigos.
Jueves Santo, MMXIX.