En la batidora verbal de las redes sociales está de moda citar autoridades. Qué bien, porque esa autoridad se ha ganado arduamente, casi siempre con un ejercicio responsable del pensamiento: y lo que esa autoridad ha defendido es patrimonio humano útil, aun cuando se trate de verdades o intentos de verdades parciales o discutibles. Desde luego, las citas fuera de contexto ya sabemos que son peligrosas. Pero mejor ese peligro que el despelote de los criterios, la gritería, la ofensa. Otra perversión son los chistosos, que atribuyen una tontería a Einstein; o los sutiles, que ponen en boca de Einstein sus propios conceptos, que pudieran ser inteligentes, intentando legitimarlos con el fraude. Por favor, diga que es usted quien piensa eso, trate de que le escuchen si usted cree que lo que ha pensado vale la pena. Los profetas africanos sostenían que el poder mayor en el mundo pertenece a la Palabra. La Palabra es más que pensamiento. Pero sí, hay que empezar por pensar lo que se dice.

Ahora atribuyen a Aristóteles esta frase contundente:

El sabio no dice nunca todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice.

Fuera de contexto la frase se vuelve sibilina, y por lo tanto apta para cualquier manipulación. Entiendo que la intención es positiva, y el objetivo es incitar a los ciudadanos del mundo a pensar lo que están diciendo y a evitar la histeria, la agresión, la carencia de equilibrio. Bien. Lo que pasa es que si te pones a estudiar la frase, las lecturas son menos ejemplares. Veamos.

¿Será verdad que el sabio no dice nunca todo lo que piensa?

¿Qué entendemos por lo que piensa el sabio?

Supongo que se excluye su selección de camisa para la calle o de platos para el almuerzo. Si el sabio se calla esa sabiduría, qué decir, a menos que uno sea modisto o cocinero y el sabio destaque en esas direcciones muy loables de la actividad humana. Es poco probable sin embargo que la reticencia de ese sabio se reduzca a ideas triviales o banales o de escaso alcance. Yo me quejaría de que un cocinero o un modisto sean excluidos de la lista de los sabios. Tal vez debiéramos revisar lo que pretendemos relevante para la consideración humana, aunque yo me pongo la camisa que tengo y ni hablar de qué comer.

Sospecho que estamos hablando de un sabio tipo Einstein. Consideremos pues que este genio, enfrentado a la tarea de descifrar la relación entre el espacio y el tiempo, se atenía a la idea de un universo perpetuo, sin principio ni fin, para lo que inventó una Constante Cosmológica. Luego se arrepintió. ¿Había callado sobre la posibilidad de que sus investigaciones llevaran a los entendidos a considerar un universo con principio y final? No podemos saberlo. Tenía razones: su teoría era ya lo suficientemente delirante como para que fuese aceptada fácilmente, y la propuesta de un universo con principio y fin podía ser tildada de una desviación de la Física hacia la Teología, y para la fecha era cuestión de religión creer que ambas direcciones de la mente eran incompatibles, o que era razonable mantenerlas distantes. De manera que cuando el cura Lemaitre le hizo notar que su teoría incitaba a pensar en un universo creado, primero se enojó y luego aceptó. Era, y es, un asunto grave, y difícil. Si el sabio paradigmático Einstein se callaba lo que pensaba, era su derecho y casi su obligación. Lo que ocurre por supuesto es que la frase que analizamos deja en penumbras lo que el sabio calla.

Una interpretación actual intenta conectar esta parte de la frase con esa moda del estoicismo que divertiría mucho a Marco Aurelio. El sabio evitaría, siempre, decir todo lo que piensa porque los que no son sabios son peligrosos. Cautela comprensible, como la de Copérnico deformando el sistema heliocéntrico, o Galileo ante el aparato de tortura. O porque los otros jamás entenderán la sutileza que el sabio tiene en el cerebro. Chesterton afirmó que ciertos pasajes de Santo Tomás calificados de oscuros, eran transparentes para el santo, sólo que somos demasiado brutos para entenderlos: lección de humildad proveniente de un hombre de inteligencia culta y aguda. Para colmo, es discutible si el sabio puede saber todo lo que realmente ha pensado o está pensando. Su inconsciente es creador, y produce más de lo que puede recordar y retener. Y su inconsciente malo, del que nadie se libra, le limita, le confunde, le incita a la falsedad o al engaño.

Pero nos resulta imposible quedar satisfechos con esa cautela o renuncia.

Quisiéramos que el sabio dijera siempre todo lo que piensa, aunque no lo entendamos o le cueste la vida.

Este deseo sí que es estoico en el mejor sentido, y por supuesto es puro cristianismo. La necesidad de la verdad completa es indeclinable para el humano. Y buscamos al sabio que nos la diga.

Más: sabemos que la verdad mediatizada, por no hablar de la mentira, es causa de nuestra ruina colectiva e individual.

Crucificamos al sabio, y nos urge.

La segunda parte de la frase también es resbalosa. Pues resulta que el sabio piensa todo lo que dice. Interpreto que el sabio se aparta de la cháchara, de lo irreflexivo o irracional, que ya es mucho. Y calibra y mide lo que dice. El uso de la razón rigurosa, de la investigación, la información y la cultura son recursos necesarios del pensamiento del sabio. Pero ¿son suficientes? ¿Piensa cómo? ¿Para qué? ¿Con relación a la verdad o con relación al interés? ¿Guiado por el bien, que es entre otras bondades una forma del pensar, o por esa misma posible cautela o reticencia que se esconde en la primera parte de la frase?

Como hijo de mi familia y alumno de mis profetas, y sin ambición de sabiduría pero sí de servicio, espero esforzarme en este blog por ser poco cauteloso y reticente, y decir lo que pienso para que el Bien prospere.

Junio, 2025.